Choque cultural inverso | Capítulo 3: "Te pasaste de rosca idealizando, ¿y ahora qué?"

Idealizar ciertas cosas de tu país mientras estás emigrada es cosa natural. Me atrevería a decir que, incluso, necesario. La lejanía conlleva una nostalgia que hay que compensar de algún modo. Al ponerte a recordar, "fotoshopeas" la imagen que se te viene a la cabeza, dándole un efecto bucólico. Al volver y darte los primeros tortazos de realidad, te preguntas: ¿Dónde quedó todo aquel romanticismo? Antes no eras así, has cambiado... Pero no es porque haya cambiado, es porque tú habías decidido registrar muchos recuerdos en tu memoria de la forma más amable posible. Habías exagerado. 


Quizás te movió el querer contrarrestar la añoranza o puede que te diera un rebote de orgullo patrio ante alguna situación de vulnerabilidad en el extranjero y lanzaras un "¡esto en mi tierra no me pasaría!". En cualquier caso, todo lo que al irte formaba parte de tu paisaje, y a fuerza de rutina pasaba casi inadvertido a tus sentidos, se vuelve llamativamente evidente cuando estás en el extranjero. 

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay 


A mí me pasó que tras unos años viviendo en Berlín, tuve en un momento determinado una profunda necesidad de conectar con mis raíces y, entre otras cosas, el folclore llamó a mi puerta. Comí más jamón que nunca, traté de aprender a bailar Flamenco (sin éxito alguno), me hice con una colección de flores para el pelo que alternaba según el ánimo, y con muchas peinetas (que me traían de extraperlo, pues en Alemania no hay "Chinos") ¡y abanicos a pares! (que ya verás la necesidad de esto en un país del invierno eterno...). Esto son solo meras anécdotas, chascarrillos, expresiones de un "yo muy del sur" que había surgido (literalmente: había nacido) muy en el norte. Era llamativa la fuerza de esa necesidad de reforzar mi identidad. Y sé que no era la única a la que le ocurría esto. Y ahora también sé que puede ser solo una fase o llegar para quedarse. También descubrí que, en mi caso, todo eso tuvo sentido estando fuera y que aquí acabó por diluirse al desaparecer la necesidad de reforzar mi identidad extranjera. 

Volviendo a la idealización. El desarraigo escuece y, a veces, parece que aferrarse a las tradiciones es la única pomada para aliviarlo. ¿Por qué te fuiste si en tu país la comida sabía más rica, la burocracia te resultaba más fácil, si allí quedaron tus seres queridos, el ambiente era más cálido y la gente era más cercana? Al estar lejos, tienes que "acercarte" de alguna forma todo eso, pero incluirlo en un contexto completamente distinto, de ahí que o bien se tienda a la exageración estética y expresiva (como fue mi caso y el de tantas otras personas que conocí) o bien una exageración en el pensamiento de "las dotes" de tu tierra. ¡O ambas cosas! 

Así pasa, que a fuerza de exagerar (que es un rasgo de nuestra identidad y de nuestro folclore, para qué nos vamos a engañar), nos pasamos de rosca y cuando volvemos resulta que todo eso no es para tanto. Es lo que es. Siempre lo fue. Quizás no lo apreciábamos en su magnitud antes de marcharnos porque lo dábamos por hecho, porque era parte de nuestro día a día. Puede, incluso, que llegáramos a aborrecerlo. Pero estando fuera... ¡Ay, estando fuera! ¡Cuánta grandeza! Un efecto lupa (pero tamaño NASA) en toda regla. Esas cualidades e incluso esos detalles que diferencian nuestra cultura de la del país de acogida, marcan una gran diferencia. Por el efecto contraste se magnifican. Y al volver... el globo se desinfla...

¡O no! Porque quizás, gracias a esa carestía que has "sufrido" estando fuera, valoras y aprecias mucho más esos atributos y/o esas pequeñeces una vez que retornas.

A lo mejor, la solución es mantener un espíritu "guiri" todo el tiempo que se pueda, ver tu tierra con ojos curiosos, hasta de extrañeza, y así dejarse sorprender por aquello que un día, allá lejos, tan solo era un recuerdo. ¡Pero qué bonito era!  

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